LA EDUCACIÓN MUSICAL EN EL PERÚ[1]
Por Armando Sánchez Málaga
A
Violeta Hemsy, pionera de la nueva educación musical en América Latina.
Dos
mil quinientos años atrás Platón se preguntaba: “¿Acaso no descansa en la Música lo más importante de la educación desde
el momento que el ritmo y la melodía especialmente penetran en el alma y se
imprimen en ella?”[2].
Los niños griegos aprendían a cantar los himnos religiosos
tradicionales. La educación musical era prescrita hasta los 30 años. En las ciudades de Atenas, Esparta y
Tebas los ciudadanos aprendían a tocar el laúd. En Egipto, según afirmaba
el mismo Platón, los jóvenes tenían que aprender las buenas canciones que
domaban y purificaban las pasiones. El pueblo israelita oraba cantando.
Para los babilonios, la música, además de regocijo de los dioses, era consuelo
de los creyentes. Junto a la aritmética, la geometría y la astrología, la
música formaba parte del saber matemático y de la cultura del Medioevo.
Para los nazcas y mochicas en el antiguo Perú, la música ocupaba parte
importante de su vida social. Las danzas y canciones acompañaban las faenas
agrícolas, las fiestas comunales y otras celebraciones importantes en el
Imperio incaico. En 1539, el padre Valverde envía una comunicación a los
reyes de España para pedirles, próximo a iniciarse el Virreinato, que envíen,
entre otras muchas aportaciones a la formación del nuevo régimen,
"individuos que sepan canto de órgano[3] para la iglesia del Cuzco". Esta es la partida
de bautismo de la educación musical en el Perú para el historiador Aurelio Miró
Quesada, en la charla “Observaciones sobre la educación musical en el Perú”,
dictada el 14 de noviembre de 1944 en la Academia Nacional de Música[4].
A los españoles no les fue difícil reclutar niños cantores para sus
coros catedralicios, ni formar instrumentistas locales para sus servicios
religiosos y fiestas palaciegas. Los maestros de capilla, organistas y
compositores, venidos de la Península, pronto tuvieron alumnos y sucesores
locales. El insigne compositor huachano José de Orejón y Aparicio, figura
continental de la música virreinal del siglo XVIII, sucedió a su
maestro, el italiano Roque Ceruti, en el cargo de organista mayor en la capilla
en la catedral de Lima y tuvo como discípulo a otro distinguido músico peruano,
Toribio José del Campo y Pando.
En las capillas y parroquias se ofrecía educación musical y lecciones
de catecismo. Nuestro primer músico importante de la Independencia, José
Bernardo Alzedo, realizó sus estudios musicales en el convento de San Agustín y
en el de Santo Domingo con fray Cipriano Aguilar y fray Pascual Nieves,
respectivamente.
Durante su larga permanencia en Chile, país en el que llegó a ser
maestro de capilla de la catedral de Santiago, Alzedo se dirigió en varias
oportunidades al Congreso de la República y al gobierno peruano solicitando el
establecimiento de un conservatorio, que en Chile existía desde 1849.
Nuestro ilustre músico recordaba que en Lima, a pesar de desatenderse la
educación musical y de existir una serie de obstáculos, en su época existían 12
orquestas más o menos numerosas "de buena inteligencia y ejecución,
gracias al trabajo de las órdenes religiosas y a los profesores
particulares"[5].
La educación musical escolar
Los
primeros indicios de educación musical escolar en el Perú los encontramos
dentro de los planes de enseñanza establecidos en 1842. Allí se incluye
la música dentro del curso de Educación Física. El vicerrector del
Colegio Guadalupe, don Ramón Azcárate, en su discurso pronunciado ese año con
motivo de los exámenes públicos, declaró: “La música, rama principal de la Educación Física y cuyos efectos en la
parte moral del hombre son de clásica importancia, ha sido explicada a los
mismos alumnos”[6].
En 1905 se establece para la educación primaria la enseñanza de cantos
escolares y patrióticos, junto a los juegos y ejercicios de flexibilidad dentro
del curso de Educación Física, mientras que en la secundaria, la Música y el Dibujo
se consideran cursos independientes. Esta última medida fue adoptada por
lo dispuesto en una controvertida ley de reforma de la educación secundaria
promovida por el educador y filósofo Alejandro Deustua. Sin embargo, el
dictado de estos cursos dependía de la posibilidad de contratar a los
profesores necesarios.
En los nuevos programas de 1910 aparece el curso con una hora semanal
para los tres primeros años de secundaria. Dos años después se dispone
que: "La educación estética se procurará en los cursos de caligrafía
ornamental, dibujo lineal y natural, declamación y música vocal e
instrumental" con carácter obligatorio. Se establece que, en cuanto
sea posible, se forme una pequeña orquesta de alumnos y se adquieran los
instrumentos musicales necesarios.
En los planes y programas de 1934 se incluyen cantos escolares y patrióticos
para la escuela elemental, y rondas escolares en el nivel preparatorio
"para educar el oído y el ritmo muscular". Se indica que el
niño es "un gran creador de motivos musicales" y que "la canción
escolar es la versión musicalizada de la vida del niño". Dentro del
repertorio aparecen por primera vez canciones infantiles compuestas por
monseñor Pablo Chávez Aguilar. En los nuevos programas para primaria de 1942,
se hacen recomendaciones precisas sobre la educación musical escolar.
Para la secundaria se señala como meta la creación de conjuntos corales y se
recomienda ofrecer audiciones musicales. Por entonces era usual encontrar
profesores primarios provincianos, que tocaban algún instrumento y hacían
cantar en clase. Recuerdo a mi profesor en segundo de primaria en el
Colegio Alfonso Ugarte, quien nos enseñaba con el violín canciones de su región
andina e infaltablemente nos hacía cantar los lunes el Himno Nacional.
Pero es, en realidad, en 1947 cuando se trató de liberar al curso de música de
los contenidos teóricos para dedicarlo al canto, a la información histórica y a
la audición. Se pretendía así dotar a los alumnos de una cultura musical
que les permitiera apreciar la música, conocer su evolución, tendencias y
escuelas principales para “hacerles
sentir la belleza que se deriva de la combinación de los sonidos, tanto de la
voz humana como de los instrumentos; de afinar sus sentimientos para poder
apreciar las grandes obras de los compositores inculcándoles, a la vez, el
significado que la música tiene en la civilización y en la cultura general”[7].
Este era un paso importante, aunque no se contaba entonces con el
número suficiente de maestros idóneos para atender a la población escolar, por
lo cual, en muchos casos, se recurría a personas sin formación musical o
pedagógica. Por esa razón, en el Conservatorio Nacional de Música se
alentó a los alumnos avanzados para que incursionaran en la docencia y en la
dirección coral escolar. A fines de la década de 1940, hubo un florecimiento de
la educación musical, principalmente en los colegios nacionales. En alguna
oportunidad los coros de los colegios Rosa de Santa María y Guadalupe se
unieron para formar una agrupación musical mixta a
cuatro
voces. En esos años se realizaron los primeros concursos de coros
escolares convocados por el Ministerio de Educación Pública, con la
participación de numerosos coros de colegios nacionales y particulares, algunos
de excelente nivel. Muchas de las canciones populares peruanas en
versiones corales que forman hoy parte de nuestro repertorio fueron escritas
por algunos de los jóvenes directores de entonces, como Rosa Alarco y Enrique Iturriaga.
Desgraciadamente, ese gran impulso no se mantuvo y la práctica coral
desapareció casi por completo en los colegios estatales. Con la Reforma
de la Educación de fines de la década de 1960, la música pasó a formar parte
del curso de educación artística.
En las normas para la organización y desarrollo de las actividades educativas
correspondientes a 1994, aún vigentes, en la educación primaria y secundaria
sigue figurando el curso de educación artística que, en la práctica, se dedica
al dibujo y a la pintura. En el programa curricular experimental para
primer grado se señalan cinco áreas de desarrollo: personal social,
comunicación integral, lógico-matemática, científica- ecológica y educación
religiosa, además de catorce líneas de acción educativa. En ambos casos
no aparece la estética. Cabe confiar únicamente en la iniciativa de los
propios centros educativos para poder seguir hablando de educación artística y musical
en la escuela peruana. Muchos colegios particulares sólo promueven coros
seleccionados y pocos dedican horas a la música. Por ello, la mayoría de los jóvenes, al llegar a la
universidad, no han desarrollado de forma adecuada su sensibilidad artística ni
adquirido un mínimo de cultura musical. Ahora que se pretende realizar
cambios en la educación, convendría replantear la educación artística con una
nueva perspectiva.
Comenzando el siglo XXI tendría que optarse por una pedagogía abierta,
que, como propone la educadora argentina Violeta Hemsy, se oriente a partir de
una plataforma que incluya lo mejor de cada una de las corrientes pedagógicas
musicales que se han desarrollado en el siglo XX. En esa plataforma
habría que considerar, por ejemplo, el método Dalcroze para la formación
rítmica; la concepción de la improvisación del método Orff; la utilización del
acervo nacional como repertorio básico, que propone el método Kodaly; los
planteamientos, en cuanto al desarrollo sensorial, del método Suzuki; hasta
llegar a las propuestas innovadoras e iconoclastas de Murray Schafer, el
"gran transgresor”[8],que
enriquecen la pedagogía musical con la originalidad de sus ideas para el
desarrollo de la conciencia sonora.
Si se pretende dar al niño una formación con miras profesionales se
requiere de maestros competentes y elegir el método adecuado. La lectura
y la teoría musical, que en general no son indispensables en la educación
musical escolar, sí lo son en la especializada. Existe infortunadamente una
tendencia a enseñar directamente ciertos instrumentos electro-acústicos.
No se puede pretender tocar bien el piano o la guitarra, si se emplea un
teclado o una guitarra eléctrica. No todos los niños tienen que llegar a ser
necesariamente profesionales. Pueden ser buenos músicos
aficionados. No es obligatorio tampoco que al final resulten solistas o
virtuosos consumados. Habrá quienes podrán optar por especialidades como
la de compositor, director de orquesta, director de coro o musicólogo.
Tampoco todos tendrán que dedicarse al género "clásico"; la
música popular es un campo profesional atractivo que requiere de músicos bien
formados.
La afición por la música clásica no tiene por qué excluir el gusto por
la música popular o la música tradicional. A todas ellas se accede desde
niño en un país multimusical como es el Perú.
La asistencia de niños a conciertos es beneficiosa siempre y cuando el
contenido de sus programas y la duración no les provoque rechazo. Por
ello, es necesario organizar conciertos especiales para niños de la misma
manera que hay funciones teatrales para niños. A nadie se le ocurre
llevar a un niño a ver una obra de teatro o una película para mayores. De
igual modo, no hay por qué llevarlos obligatoriamente a escuchar la Novena sinfonía de Beethoven, o la
presentación de una ópera.
La
formación del músico profesional
Nuestra
primera institución oficial de enseñanza musical se creó en 1912 con el nombre
de Academia de Música, cambiando luego por el de Academia Nacional de Música y Declamación
y después por el de Academia Nacional de Música “Alzedo”. Por más de treinta años centró su quehacer
fundamentalmente en la enseñanza del piano, del canto y de algunos instrumentos
de cuerda y viento. Su alumnado provenía mayormente de sectores sociales
en los que la música se cultivaba con espíritu diletante.
Con la llegada al gobierno del doctor José Luis Bustamante y Rivero y
la presencia del doctor Luis E. Valcárcel en el Ministerio de Educación Pública
en 1946, se creó el Conservatorio Nacional de Música, institución destinada a
formar los instrumentistas, cantantes, compositores, directores y maestros
necesarios para el desarrollo musical del país; cesó en sus funciones a la
antigua academia. Ese mismo año, el
Consejo Universitario de San Marcos aprobó un pacto federativo con la flamante
institución musical con la idea de incorporarla progresivamente a su
seno. Según las bases establecidas, el director del Conservatorio formaba
parte del Consejo Universitario; se reconocían las prerrogativas y categorías
de sus profesores; y se ofrecía a los titulados la posibilidad de obtener el
grado de bachiller en música en la Facultad de Letras. El golpe militar
de 1948, con la consecuente salida de Luis Alberto Sánchez del rectorado, frustró
esta iniciativa y frenó el impulso inicial del Conservatorio.
Al volver los civiles al poder, Jorge Basadre, desde el Ministerio de
Educación Pública, propició un diagnóstico de la situación de la música en el
Perú y alcanzó a tomar algunas medidas que apuntaban a restablecer el ímpetu
inicial de nuestras dos instituciones musicales y la educación musical
escolar. Una de ellas fue la de otorgarle autonomía al Conservatorio, al
igual que a la Escuela Nacional de Bellas Artes. El Conservatorio en esta
etapa estableció la Sección Normal, destinada a la preparación de los maestros
y directores de coro de colegio. Esta situación fue modificada en 1969,
año en el que el Conservatorio dejó de ser autónomo, cambió su nombre por el de Escuela Nacional de
Música, se le suprimió la Sección Normal y pasó a formar parte del Instituto
Nacional de Cultura. Posteriormente, en 1985, recuperó su autonomía,
ahora restringida, y recientemente, el nombre de Conservatorio, que no sólo
tiene un valor histórico, sino que precisa mejor su nivel académico.
El Conservatorio, al igual que el resto de las instituciones
educativas, tiene que adaptarse a la realidad cambiante y a las necesidades del
país. Una de sus tareas urgentes es la de actualizar a sus maestros y
establecer el nuevo perfil del músico profesional con la mirada puesta en el
futuro. Su trabajo debería articularlo con la actividad que cumplen las
otras instituciones musicales del Estado: Coro Nacional, Coro de Niños,
Orquesta Sinfónica Nacional y con las 16 escuelas o institutos de música que
existen en provincias, los cuales atraviesan una crisis muy seria, buscando
soluciones creativas e imaginativas para abordar y tratar de resolver los
múltiples problemas que los aquejan.
En América Latina y el Caribe, nuestros conservatorios, en su mayoría
estatales, han tratado de modernizarse y sobrevivir en medio de las crisis
económicas y a pesar de los problemas que son propios de nuestro medio
cultural. En algunos países, las universidades han asumido la formación musical
profesional, creando sus propias escuelas, facultades o departamentos de
música. Es un hecho positivo el que hoy, a diferencia de lo que ocurría
hace algunas décadas, los jóvenes no tienen que marcharse prematuramente a
Europa o a los Estados Unidos para realizar sus estudios musicales. Lo
hacen para perfeccionarse e intentar hacer una carrera internacional.
En algunos de nuestros países se han desarrollado alternativas
novedosas en la formación musical. En Argentina, por ejemplo, el
recordado compositor Alberto Ginastera creó el Instituto Di Tella, que permitió
a muchos jóvenes latinoamericanos en la década de 1960 estudiar con los más
importantes compositores contemporáneos. En lugar de tener que ir a
buscarlos a sus países, se encontraban en Buenos Aires con Pierre Boulez, Luigi
Dallapicola, Luciano Berio, Olivier Messian, Aaron Copland o Luigi Nono.
Esa experiencia pedagógica única significó un salto cualitativo sin precedentes
en el desarrollo de la creación musical en América Latina y el Caribe. Varios
peruanos, hoy compositores de prestigio, se beneficiaron con esos
estudios. En el campo de la ejecución instrumental surgieron igualmente
iniciativas que se han convertido en modelos de desarrollo musical, como el
Programa Juvenil de la Orquesta Sinfónica de Costa Rica, creado en 1972; el
Movimiento de Orquestas Juveniles de Venezuela, que revolucionó la vida musical
venezolana y generó centenares de orquestas en todo el país; y el Plan Batuta,
que se extiende en la actualidad por todo Colombia. En esos países han
aparecido miles de instrumentistas niños y jóvenes, utilizando novedosas
metodologías que de algún modo han puesto en cuestión la formación tradicional
seguida por las escuelas y conservatorios apegados a los modelos académicos
europeos. Ellas han demostrado la eficacia de unir la teoría y el estudio
individual con una intensa práctica grupal desde los comienzos del
aprendizaje. De estas experiencias, las cuales tienden a la modernización
de la enseñanza musical, deberíamos sacar útiles conclusiones. Sin recusar la
herencia europea, es necesario establecer nuestro propio sistema de enseñanza y
organización de las instituciones musicales. Nuestros músicos requieren,
además de una sólida formación técnica, una auténtica conciencia nacional y
latinoamericana que debe ser promovida en su propia alma mater. Es
necesario también, dentro del aggiornamento
del músico profesional, ofrecerle una formación humanística y cultural más
amplia y poner a su disposición las herramientas pedagógicas que requiera
cuando opte por la enseñanza. Un buen maestro en el campo musical precisa no
solamente de conocimientos técnicos, sino de buena formación pedagógica.
Y, aunque es antipático reiterarlo, se urge de mejores presupuestos
para adquirir equipos, materiales y nuevos instrumentos. A nuestros conservatorios
y escuelas de música le faltan buenos pianos. Ese instrumento, básico para la
difusión musical, debería existir en todos los colegios y universidades.
Hace treinta años, Costa Rica realizó una verdadera transformación de su vida
musical con el eslogan: ¿para qué tractores sin violines? Hoy podríamos
decir en el Perú: ¿para qué tantas computadoras si faltan pianos?
Tendríamos que aspirar, como lo propone el educador Paul R. Lehmann[9],
a que los niños y jóvenes canten y
toquen algún instrumento, aprendan a improvisar, crear y entender la música, lleguen a
familiarizarse con una amplia variedad de sus expresiones y conozcan la de
distintos grupos culturales de su país y del mundo. Es decir, reciban una
educación musical integradora e intercultural.
Habrá que superar así la idea de que la educación musical en la
escuela consiste únicamente en aprender a tocar flauta dulce y recibir nociones
de teoría musical.
La educación del oyente y la apreciación musical
El
gran poeta alemán Johann Wolfgang Goethe recibió durante un buen tiempo
lecciones de música, en las cuales el joven compositor Félix Mendelssohn le
explicaba desde el piano las características de las obras musicales de los más
importantes compositores: “Desde
el período de Bach en adelante –escribía el viejo poeta- ha hecho revivir para mí a Haydn, Mozart y
Gluck, y me ha dado ideas claras de los grandes maestros modernos”[10].
Históricamente la preocupación
por acceder a la mejor comprensión de la música se inicia en el siglo XIX con
la apertura de salas de concierto a las que concurren los miembros de la nueva
clase dominante ávida de escuchar música, antes mayormente reservada a la
aristocracia.
Fue en Suiza donde se organizaron las primeras conferencias sobre el
arte de escuchar la música y se editó, en 1826, un manual para el uso del
aficionado. Algunos años más tarde, el teórico Fetis publicó un libro La música puesta al alcance de todo el mundo,
traducido a varios idiomas. Hacia fines del siglo se extendió en Europa
la enseñanza de la apreciación musical. Pronto en Estados Unidos se
publicaron libros de información acerca del tema, algunos patrocinados por las
compañías de la nueva industria del disco.
Los objetivos de la apreciación musical, para el maestro mexicano
Carlos Chávez, se resumen en propiciar el desarrollo musical de la persona y
dotarla de los medios técnicos para entender los propósitos de una obra
musical. Por consiguiente, el ritmo, la armonía, la conducción de partes
y el tratamiento de las melodías o temas, no deben ser un misterio para
nadie. Todas esas cosas -afirma- son sencillas de captar y comprender y,
una vez que se está iniciado, multiplican enormemente el goce de la música. Y
agrega: “Cuando una persona escucha
una pieza de música está viviendo el mismo proceso mental, emocional,
psicológico e intelectual que vivió el compositor. El oyente, el
verdadero oyente, no es pasivo, escucha activamente”[11].
Esta atención activa solamente es posible cuando existe interés en
escuchar algo que se puede entender. Se llega a amar lo que se
conoce. La lectura de una obra musical tiene varios niveles a los que se
va accediendo de modo gradual mediante la información, el aprendizaje y la
experiencia. Una audición de una sinfonía, que tiene cuatro movimientos
con formas e ideas diferentes, no puede ser apreciada sin una buena información
previa.
Si se la escucha sólo desde el plano sensorial, perderemos buena parte
de su contenido. Nuestro oído puede probablemente disfrutar de las
melodías principales, de algunas sucesiones armónicas, de la belleza de timbre
o el colorido, pero no de lo sustancial que es la trama de la estructura y la
forma dentro la que se desarrollan las ideas. El compositor ruso Igor
Stravinsky advierte en su Poética musical:
“El
sentido musical no puede adquirirse ni desarrollar sin ejercicio. En
música -agrega con lenguaje franco-, como en todas las cosas, la inactividad conduce,
poco a poco, a la anquilosis, a la atrofia de las facultades. Así entendida, la
música termina por ser una especie de estupefaciente, que, lejos de estimular
el espíritu, lo paraliza. De modo que el mismo agente que tiende a que se
ame a la música, difundiéndola cada vez más, obtiene a menudo por resultado el
que pierdan el apetito aquellos a quienes quisiera despertar el interés y desarrollar
el gusto” [12]
Si la educación del oyente es necesaria para la música del pasado, lo
es más para la música del presente. El musicólogo Hans Heinrich
Eggebrecht, en un simposio internacional sobre la nueva música realizado en
l988 en Bad Godesberg, Alemania[13],
afirmó que no es sensato intentar llevar
hacia la música nueva al mayor número de personas, porque esta fue concebida
como música de élite, que podría concebir un papel semejante al de la ciencia o
la filosofía modernas. Así Eggebrecht, sin tapujos, salía al paso a las
expectativas de quienes piensan que con la sola presentación de las obras
contemporáneas en los conciertos, éstas debían ser aceptadas por el público.
Por esa razón, son importantes los conciertos didácticos y las
sesiones de apreciación musical. Una orientación atinada puede hacer
descubrir de manera progresiva los grandes monumentos musicales del pasado y
del presente. Hay obras didácticas como Pedro y el lobo, de Sergei Prokofiev, que son de eficacia
comprobada para interesar a los niños, y a los grandes, en el lenguaje de la
música; la Guía orquestal para la
juventud, variaciones y fuga sobre un tema de Purcell, de Benjamín
Britten, de espléndida factura musical, que , además de ilustrarnos sobre
timbres y colores de los instrumentos de la orquesta, nos muestra la forma
variación y el procedimiento contrapuntístico de la fuga; y muchas otras obras
maestras que facilitan el acercamiento al maravilloso lenguaje de la música.
Recuerdo haber escuchado la obra de Britten por primera vez en la
secundaria, en su versión fílmica original. Fue una experiencia
inolvidable ver y escuchar a una gran orquesta tejiendo una obra, mientras se
explicaban sus detalles.
Recuerdo también el curso de Introducción a la Música, establecido en
el recién creado Conservatorio Nacional de Música. El profesor era Carlos
Raygada, entonces el crítico más destacado del medio y un hombre de amplia
cultura y encanto personal. Allí se hablaba de todo lo relativo a la
música y a la vida musical local. Se comentaba el último concierto; sin
embargo, el tema principal era la obra musical. Para nosotros fue una
experiencia novedosa y motivadora. Lo que hacía era, en verdad,
apreciación musical. Más tarde, en las clases de análisis de la
composición en la Facultad de Ciencias y Artes Musicales de la Universidad de
Chile, el profesor del curso Gustavo Becerra nos pedía analizar las obras
auditivamente, sin la partitura al
frente. Así, el Cuarteto para
cuerdas nro 2 de Béla Bartók y el Concierto
para viola, de Paul Hindemith, entre otras obras, pasaron primero por
nuestros oídos antes que por nuestros ojos. Esa es una experiencia que debería
ser cotidiana para el estudiante de música y para el aficionado.
Las primeras experiencias son determinantes para el buen desarrollo de
la sensibilidad musical. Quienes nacen rodeados de música la incorporan a
su vida de forma profunda. Un caso notable es el de nuestro escritor José
María Arguedas. La música es un elemento siempre presente en las páginas
de sus novelas. Las referencias musicales brotan como de un manantial
inagotable. En su paisaje sonoro aparecen instrumentos como el charango,
el arpa, las guitarras y los wakrapucus;
géneros como el harawi y el huaino,
pero también el canto de las torcazas, el grito de los loros, el croar de los
sapos, el sonido del agua y las campanas. En Los ríos profundos escribe
frases como "ríos que cantan con la música más hermosa al chocar con las
piedras y con las islas"; "las mujeres cantaban el harawi de despedida"; "espinos
de flores ardientes y el canto de las torcazas iluminaban los maizales";
"iba a las chicherías por oír música y recordar"; "acompañaba en
voz baja la melodía de las canciones"; "podía permanecer muchas horas
junto al arpista"; "varias noches fui a esa esquina a cantar huainos".
Arguedas, desde muy niño, tuvo contacto con la música en el regazo de sus
madres indias.
Conservamos como un tesoro esta Trilla de alberjas en Pampas,
provincia de Huancavelica, cantada por el propio escritor:
Saruykuy
Pisa, pues,
saruykuy
pisa;
taqllaykuy
golpea,
pues,
taqllaykuy
golpea.
Chaquichayiwan Con tus pies,
Makichaykiwan
con tus manos,
saruykuy pisa,
taqllaykuy golpea[14].
Cantar es una manifestación instintiva del ser humano. El canto colectivo
puede ser practicado desde la niñez. Los musicoterapeutas lo recomiendan
a la gente mayor. Es posible también que todos puedan tocar algún
instrumento. Son bellos objetos que tienen algo mágico y que aun en
silencio nos producen una atracción irresistible: "Solo en esa cítara sin cuerdas puede expresar los últimos latidos del
corazón”, decía un viejo poeta chino.
Borges confesaba que,
aunque no entendía la música, lo emocionaba oír templar la guitarra: "Los gauchos no la saben tocar-decía-pero se
pasan horas templándola; eso lo considero hacer música”[15]
.
Hacer
música fue siempre una forma de expresión y comunicación del ser humano. Sus
beneficios reconocidos desde Platón, ennoblecen y enriquecen la vida del hombre.
En una época de crisis profunda que vivimos en el Perú ella puede ser un
manantial de esperanza en el futuro.
[1] El siguiente texto
fue presentado por el autor como ponencia en el Primer Seminario y Taller
Internacional de Educación Musical, desarrollado en Lima entre el 10 y 15 de
enero del 2000, bajo el patrocinio de la Pontificia Universidad Católica del
Perú y el Foro Latinoamericano de Educación Musical (FLADEM). Participaron en
este evento destacados especialistas de Alemania, Argentina, Colombia, Costa
Rica, Cuba, Escocia, Finlandia y Perú.
[2] Sachs, C. (1927). La Música en la Antigüedad.
Barcelona: Editorial Labor.
[3] Polifónico en contraposición a canto
llano (monódico).
[4] En: Boletín de la Academia Nacional de Música.
Lima, abril de 1945, vol. II, nro. 4, pp. 62 y ss.
[5] Alzedo, J. (1869). Filosofía
elemental de la música. Lima: Imprenta Liberal.
[6] Citado por Inés Pozzi-Escott. Trabajo presentado para optar el título
de profesora de Música y Canto Escolar. En: Boletín
del Conservatorio Nacional de Música. Lima, julio-setiembre de 1948, vol.
V, nro. 17, p. 64.
[7] Ibídem: 76
[8] Murray
Schafer, R. (1992). Hacia una educación
sonora. Buenos Aires: Editorial Pedagogías Musicales Abiertas.
[9] Lehmann. P. (1993). Panorama de la educación musical en el mundo. En: La educación musical frente al futuro.
Enfoques interdisciplinarios desde la filosofía, la sociología, la
antropología, la psicología, la pedagogía y la terapia. Violeta Hemsy de
Gainza (editora). Buenos Aires: Editorial Guadalupe.
[10] Scholes, P. (1964). Diccionario
Oxford de la música. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
[11] Chávez, C. (1964). El pensamiento musical. México
D. F., Fondo de Cultura Económica.
[12] Stravinski, I. (1946). Poética
musical. Buenos Aires: Emecé.
[13] En Kultur Chronik. Noticias e informaciones
de la República Federal de Alemania. 2/1998, p. 21.
[14] Canciones
quechuas tradicionales, disco incluido en J. M. Arguedas, El sueño del Pongo. Santiago de Chile: Editorial
Universitaria S. A., 1969.